El primer tatuaje de Brandon Burgos fue un cráneo y se lo hizo a su papá; sueña con ser marino, pero si no se puede, entonces tatuador, dice
Brandon Burgos, el niño tatuador tiene apenas 11 años, pero un talento natural y una mano “bien ligerita” con la que ha tatuado a una treintena de personas que le han confiado la piel para plasmar su arte.
Con las manos enfundadas en guantes de látex, Brandon delinea y rellena formas tan complicadas, como estéticas, en el pequeño estudio de su papá en la ciudad de Puebla, en el centro de México.
Las oscuras paredes del estudio reflejan la silueta joven de Brandon, de rostro tierno. En contraste, su mirada enfocada sobre la piel de uno de sus clientes proyecta una madurez sorprendente.
La precisión con la que dibuja un diminuto círculo, poro por poro, es de experto. Ha dado forma así a un rostro felino de reminiscencias egipcias, luego de lo cual limpia cuidadosamente la piel.
Su voz aguda canturreando una canción de moda recuerda que se trata de un niño.
Empecé ayudando a mi papá, viendo videos y hay un libro que es un curso de tatuajes, lo empecé a leer, me empecé a meter más”, relata.
Popularidad del niño tatuador
Después de su padre, llegaron los tíos y los amigos. “Ahora más gente pide que yo los tatúe y, claro, me están dando la confianza y lo agradezco”, afirma Brandon.
Asegura que los nervios quedaron atrás e incluso ya recibió una invitación para participar en su primera exposición en Tepito, célebre barrio bravo de Ciudad de México.
Su padre, José Burgos, tatuador desde hace siete años, cuenta orgulloso que Brandon se acercó espontáneamente a conocer su oficio.
Antes de tatuar a personas, practicó sobre pieles de silicona y frutas, recuerda José. “La gente lo pide mucho, lleva unos 30 tatuajes y todos satisfechos y sin ninguna complicación”.
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